Salmo (102)
Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.
El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos; enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles.
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Estas palabras nos deben resonar en nuestra alma y nuestros labios darle esa melodía.
Dios. Antes que juez severo, es padre compasivo; no condena, sino que salva; no nos envía desgracias, sino ternura; no se enoja, sino que tiene una infinita paciencia con nosotros.
Cuando oímos y decimos que Dios es distante, que no se ocupa de nosotros, que, incluso, se ríe y juega con el mundo; o bien que es cruel y nos somete a duras pruebas, estamos consistiendo que somos una triste caricatura de Dios, ¡tan errónea! Qué lejos este Dios deformado y espantoso del Dios de la vida, del Dios de Jesús de Nazaret, del Dios que no espera nuestra búsqueda, sino que sale a nuestro encuentro y se revela, porque le conmueve nuestro dolor y no puede resistir vernos sufrir más…
Pero Dios está ahí, sufriendo con los que sufren, ayudando con los que ayudan, alentando la fuerza de los que luchan por sobrevivir y rescatar la belleza de la vida. Dios nunca se alejó. En todo caso, podríamos preguntar: ¿no seremos nosotros los que nos hemos alejado de Él?
Dios es nuestra vida. Él nos libera, de la enfermedad del cuerpo y del alma; él nos da alegría, fuerza, inteligencia, capacidad para discernir. “Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”… Como el sol, que luce para todos, así brilla el rostro de Dios sobre nosotros. ¿Por qué especifica el salmo “sobre sus fieles”? Porque, aunque su amor es para todos, es cierto que no todos sabrán o querrán verlo. Siempre hay quien rechaza la luz… Y a veces necesitamos esos momentos de tiniebla, de tropiezo, de intenso dolor interior, para darnos cuenta de que hemos de cambiar de rumbo y buscar esa luz que se nos ofrece, gratuita, generosamente. En el momento en que giramos nuestro rostro hacia Dios, ha comenzado nuestra conversión.
Aleluya, aleluya.
“Inclina, Dios mío, mi corazón a tus preceptos y dame la gracia de cumplir tu voluntad”.
Vídeo; El Señor es Compasivo
Fuentes Consultadas: Joaquín Iglesias Aranda