miércoles, 13 de julio de 2016
Lectura del 13/07/2016: Miércoles de la decimoquinta semana del tiempo ordinario
PRIMERA LECTURA
(Libro de Isaías 10,5-7.13-16.)
Así habla el Señor: "¡Ay de Asiria! Él es el bastón de mi ira y la vara de mi furor está en su mano. Yo lo envío contra una nación impía, lo mando contra un pueblo que provocó mi furor. Para saquear los despojos y arrebatar el botín, y pisotearlo como al barro de las calles. Pero él no lo entiende así, no es eso lo que se propone: él no piensa más que en destruir y en barrer una nación tras otra." Porque él ha dicho: "Yo he obrado con la fuerza de mi mano, y con mi sabiduría, porque soy inteligente. He desplazado las fronteras de los pueblos y he saqueado sus reservas: como un héroe, he derribado a los que se sientan en tronos. Mi mano tomó como un nido las riquezas de los pueblos; como se juntan huevos abandonados, así he depredado toda la tierra, y no hubo nadie que batiera las alas o abriera el pico para piar". ¿Se gloría el hacha contra el leñador? ¿Se envanece la sierra contra el que la maneja? ¡Como si el bastón manejara al que lo empuña y el palo levantar al que no es un leño! Por eso el Señor de los ejércitos hará que la enfermedad consuma su vigor y dentro de su carne hará arder una fiebre, como el ardor del fuego.
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SALMO
(Salmo 94(93),5-6.7-8.9-10.14-15.)
Los malvados pisotean a tu pueblo, Señor,
y oprimen a tu herencia;
matan a la viuda y al extranjero,
asesinan a los huérfanos.
Y exclaman: "El Señor no lo ve,
no se da cuenta el Dios de Jacob".
¡Entiendan, los más necios del pueblo!
y ustedes, insensatos, ¿cuándo recapacitarán?
El que hizo el oído, ¿no va a escuchar?
El que formó los ojos, ¿será incapaz de ver?
¿Dejará de castigar el que educa a las naciones
y da a los hombres el conocimiento?
Porque el Señor no abandona a su pueblo
ni deja desamparada a su herencia:
la justicia volverá a los tribunales
y los rectos de corazón la seguirán.
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EVANGELIO
(Mateo 11,25-27)
Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar."
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COMENTARIO
(Beata Isabel de la Trinidad (1880-1906), carmelita descalza)
Por un decreto de Aquel que obra todas las cosas según el designio de su voluntad, hemos sido predestinados para ser "alabanza de su gloria" (Ef 1,6.12.14). Es san Pablo quien habla así, él, que fue instruido por el mismo Dios. ¿Cómo realizar este gran sueño del corazón de nuestro Dios, ese querer inmutable sobre nuestras almas? En una palabra ¿cómo responder a nuestra vocación y llegar a ser perfectas "alabanzas de gloria" de la Santísima Trinidad?
En el cielo cada alma es una alabanza de gloria al Padre, al Verbo, al Espíritu Santo, porque cada alma está permanentemente fija en el puro amor y ya no vive más de su propia vida, sino de la vida de Dios. Entonces conoce, dice san Pablo, "como es conocida por Él" (1C 13,12); en otras palabras, su entendimiento es el mismo entendimiento de Dios, su voluntad es la voluntad de Dios, su amor es el mismo amor de Dios. En realidad es el Espíritu de amor y de fuerza quien transforma al alma, porque habiéndosele dado a ésta para suplir lo que le falta, como también dice san Pablo, obra en ella esta gloriosa transformación (cf Rm 8,26)…
Una alabanza de gloria es un alma que permanece en Dios, que le ama con un amor puro y desinteresado, sin buscarse a sí misma en la dulzura de este amor; es una alma que le ama por encima de todo sus dones y aunque no hubiera recibido nada de él… Una alabanza de gloria es un ser en continua acción de gracias. Cada uno de sus actos, de sus movimientos, cada uno de sus pensamientos, de sus aspiraciones, al mismo tiempo que se enraízan cada vez más profundamente en el amor, son como un eco del Sanctus eterno.
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REFLEXIÓN
“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra…”
Jesús se siente feliz al ver a todos nosotros ser feliz haciendo y viviendo de su palabra. La salvación no depende de una mayor o menor pericia en la interpretación de la Biblia, sino de la capacidad de acoger a Dios y de la disponibilidad para aceptar su llamada. Los sencillos y humildes tienen una capacidad especial para entender a Dios, porque no ponen su corazón en el dinero, el poder y el placer. Los arrogantes <los sabios y entendidos, cuyo corazón está en las cosas de este mundo> están menos capacitados para entender el mensaje de Dios, no porque Él no quiera, sino porque ponen su conocimiento por encima de lo que les quiere decir.
San Pablo escribía: “mirad cuántos sabios y entendidos hay en vuestra asamblea… Dios ha elegido lo bajo y necio para confundir a los sabios y poderosos de este mundo”. Esta es la ley del Evangelio de ayer, hoy y siempre. Los pobres con espíritu son quienes dejan huellas profundas en la historia de la humanidad: los mártires de todos los tiempos del cristianismo, los santos y la multitud anónima de personas buenas de toda raza, nación y lengua que todos conocemos. La fe penetró en sus vidas y las trasformó y por eso su recuerdo pervive de generación en generación.
Dios es difícil de alcanzar, nadie lo ha visto nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos dé a conocer al Padre. Para conocer al Padre tememos que reconocer nuestra incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la oportunidad de conocerle a Él a través de su Palabra, y a través de Él al Padre. Parece un trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va dirigido: Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él conoce al Padre (Jn 14,6-7).
Padre, Señor de cielo, en este día te pido que me des la humildad y sencillez de espíritu para reconocer mi incapacidad para conocerte por mí mismo, y para ver el rostro de tu Hijo en todos mis hermanos, especialmente los que más necesitan de tu piedad y misericordia y, a través de Él y de su Palabra, llegar algún día a conocerte.
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ORACIÓN
Padre nuestro, Señor de cielo y tierra: Te damos gracias, en la pobreza de nuestros corazones, porque nos has permitido participar y comer a la mesa de Jesús a pesar de nuestra poca fe y de nuestro tibio amor. Sigue aceptándonos tal como somos, ayúdanos a ser y a actuar mejor; y a servir de todo corazón a nuestros hermanos y hermanas que viven en necesidad. Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor.
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