Evangelio según san Lucas (1, 39-56).
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Todos hemos oído alguna vez esta expresión. La pronunció por primera
vez Isabel, ante la Virgen María, cuando ésta, después de varios días de
camino, se presentó inesperadamente en su casa con la intención de acompañarla
y servirla, pues Isabel era una mujer relativamente mayor y estaba embarazada
de seis meses. Pero, aquella no era una visita cualquiera, su prima María
también esperaba un hijo, ¡el Hijo de Dios!, concebido por obra del Espíritu
Santo. La presencia de María en casa de Isabel llevando a Jesús en su seno
produjo tal conmoción que incluso la criatura de Isabel (el futuro Juan
Bautista) saltó en el vientre de la madre, que de paso se llenó del Espíritu
Santo y se puso a felicitar a María con gran efusión.
Dos mujeres que se encuentran y que se saben embarazadas de la vida que
crece en ellas. Son dos y son cuatro. Son dos llenas de esperanza. Son dos
convertidas en signos de esperanza para la humanidad. Porque cada vez que nace
un niño nace la esperanza en nuestros corazones: la vida sigue, se renueva,
renace. Es la alegría explosiva que brota en la familia al conocer la noticia.
Es alegría para la madre, para el marido. Pero también para los abuelos.